Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 

El habitualmente obsequioso -con lo francés- mundo cultural sajón, critica ahora acerbamente a la intelectualidad gala.  

Como todo el mundo sabe, Francia ha dispensado a Occidente una sustancial parte del quehacer intelectual de los últimos siglos. En particular desde la Ilustración -para bien o para mal-, el mundo intelectual francés ha sido una especie de faro del pensamiento europeo. 

 

Sin embargo, en las últimas décadas esto parece haber cambiado, y el habitualmente obsequioso -con lo francés- mundo cultural sajón, critica ahora acerbamente a la intelectualidad gala. Michel Houellebecq, enfant terrible y muchas cosas más de las letras francesas, reflexiona sobre el por qué de este cambio, y la respuesta le lleva lejos, muy lejos.

 

Una intelectualidad libre

Para Houllebecq, la razón por la que ahora se cuestiona el papel de los intelectuales franceses -frente a la veneración que se les profesaba tradicionalmente- es, sencillamente, porque estos al fin se han liberado. Liberado ¿de qué? De la asfixia impuesta por la izquierda y el progresismo, de los dogmas de la corrección política y de una filosofía estúpida, como es la que se ha desarrollado en Francia después de 1945. 

No niega Houellebecq que los intelectuales franceses estén en decadencia; por supuesto que lo están, pero del mismo modo que lo está en general, la cultura francesa, empezando por su gastronomía, añade; es Francia la que está en decadencia. 

El reproche del mundo cultural anglosajón, siempre husmeando la herejía, se debe, pues, en realidad, al carácter pesimista de los nuevos intelectuales –Houllebecq se irrita ante lo que denomina “el buen humor obligatorio y generalizado”- pero, sobre todo, refleja el rechazo de que la intelectualidad haya abandonado la izquierda y, aún más, de que constituya una especie de lo que él mismo denomina un grupo de “reaccionarios”. 

 

Reaccionarios

Houllebecq apunta que el estado actual de Francia y del mundo es lo que obliga a los intelectuales a definirse como reaccionarios. Ahora bien: un reaccionario, hoy, es algo distinto de lo que por tal cosa se ha venido entendiendo históricamente. 

Reaccionario es un soberanista, partidario de la permanencia de Francia como estado-nación en lugar de disolverla al servicio del proyecto globalista; reaccionaria escualquier persona que no crea que el fin de la historia es el libre mercado, lo que incluye a los comunistas; reaccionario es quien defiende el uso del francés en Francia; reaccionario es aquel partidario de que sea el pueblo quien tenga la palabra y no los perniciosos partidos de la oligarquía; reaccionario es alguien que recela de la cultura de masas y, por supuesto, reaccionario es aquél que no se entusiasma por la tecnología.

Contrafigura de un progresismo empecinado en afirmar las bondades de la época en que vivimos, Houellebecq desempolva la figura del Tocqueville de La Democracia en América para recordar un vaticinio de hace casi dos siglos: el hombre de nuestro tiempo no tiene patria y nada le interesa salvo su pequeño universo personal, cerrado a otros que no sean de su entorno más cercano. Estaría amparado por un poder que se ocuparía de asegurarle los placeres vulgares y de que disfrutase de ellos a cambio de que ese gozo lo fuera todo para él, pues quien se divierte no se rebela, como vio hace veinte siglos Octavio Augusto.   

 

Un poder matriarcal

Houellebecq evoca el pensamiento de dos autores a los que rinde homenaje: Philippe Muray y Maurice Dantec. Ambos son, junto a él mismo –según el propio Houellebecq-, quienes más han hecho por la demolición del mito progresista.

Muray sostuvo que vivimos una persecución abierta del principio masculino, y que en su lugar lo que se está instituyendo es un poder matriarcal. Ese poder matriarcal es quien genera, por su naturaleza, la clase de mundo que erigiría un sistema como el que previó Tocqueville.    

El matriarcado no tiene por función preparar a los jóvenes para las empresas viriles y, por tanto, para su maduración, como ha sido siempre tarea del padre, sino que pretende perpetuar la infancia, impulso de toda madre. Las características de nuestras sociedades así lo muestran: irresponsabilidad y sobreprotección, que marginan la idea de virilidad misma.  

El principio masculino es arrinconado, expulsado de la sociedad, y todas sus manifestaciones pasan a ser sospechosas.

 

El sepulcro del 68

Ese mito progresista ha prevalecido, de forma absurda, durante largas décadas. Puede que las figuras de Camus y, sobre todo, de Sartre, resulten grotescas en nuestro tiempo, pero no podemos olvidar aquel injustificable lustre con que les blindó la brutal hegemonía del marxismo y del Partido Comunista. Y que duró, por lo menos, hasta que en 1974 la publicación de Archipiélago Gulag terminó con la dictadura comunista en los medios. 

¿Cómo es posible que prevaleciesen gentes como aquellas, que carecían de toda formación científica? ¿Cómo es posible que pudieran pasar por brillantes filósofos quienes ignoraban los rudimentos del conocimiento de nuestro tiempo, quienes nada sabían de genética, hasta erigirse en factótums de toda una sociedad y casi de una civilización?  

Claro que peor fue lo que vino después, con la imposición de los Derrida, Lacan y Foucault, que heredaron la ignorancia científica de sus predecesores, lo que sin duda explica sus propuestas filosóficas…propuestas mágicas y vacías, propias de charlatanes. La elaboración de aquello que hoy constituye la centralidad del discurso hegemónico, solo se explica por la supina ignorancia de la realidad y de la ciencia que exhibían estos pretenciosos pensadores que han destilado la absurda ideología de género.   

Houellebecq admite que la generación reaccionaria tampoco es que sepa mucho de contenidos científicos pero asegura que, al menos, ha renunciado a fingir. 

 

Saltan las cadenas

En todo caso, lo que mostraron los reaccionarios Muray y Dantec fue que se podía escribir sin tener en cuenta las consecuencias. Escribían lo que pensaban, y expresaban aquello en lo que creían. Escribían para sus lectores y jamás para el ambiente. Eran hombres libres. 

Los intelectuales, hoy, son libres gracias a ellos dos, que les han liberado de las cadenas de la izquierda. Primero desapareció Marx, luego Freud, y Houellebecq augura que lo mismo podrá pasar con Nietzsche, aunque admite que ese cálculo suyo puede deberse al optimismo. 

De modo que su grandeza reside en esto: puede que ninguno de los tres sean grandes pensadores, pero han liberado el pensamiento. 

Por eso, Houellebecq se atreve a desenmascarar la revolución francesa como una escabechina inmisericorde que bañó en sangre el nacimiento de la democracia. Para el pensamiento de izquierdas siempre resultó esencial la sacralización del proceso revolucionario, y no es extraño que sus valedores sean hoy los más comprensivos con la desaparición de Europa y con la masiva arribada del islam a nuestras latitudes. 

Lo descarnado de su visión acerca de la revolución francesa se resume en la afirmación de que, junto a los excesos revolucionarios, los yihadistas parecen civilizados.

 

Odio antiblanco

Sartre proyectó en su obra el odio que se profesaba a sí mismo, y que transmitió a sus lectores, un estúpido odio masoquista. Fue el inventor del racismo antiblanco, de la criminalización de occidente, del complejo de culpa que nos está matando. 

Todo esto hoy se traduce en Francia en la permisividad con el islam, fruto genuinamente progresista. La permisividad va creciendo apoyada en una estrategia erigida sobre dos ideas fundamentales: una primera, que subraya el peligro yihadista –peligro, objetivamente, real- con el objetivo de difuminar la razón del propio yihadismo, que es el islam; y una segunda, articulada a partir del discurso de que nuestros valores prevalecerán gracias a la superioridad del laicismo y la democracia.  

Ante las evidentes muestras de fatiga del mundo occidental, Muray pedía que volviéramos a ser cruzados, porque no se puede sostener la lucha contra el islam sin un poder espiritual que anime la propia causa. El desafío no es el yihadismo; este terminará, y hasta es posible que dentro de poco, pero el problema –que es la demografía y no el terrorismo- subsistirá. Por esta vía Europa se está suicidando a gran velocidad, y el proceso se culminará en pocos años. 

Sólo la recuperación de la pareja como una institución estable, solo le regeneración del matrimonio, puede procurarnos aún algún futuro. 

 

Las elites contra el pueblo

Houellebecq señala que, parte de la revuelta reaccionaria de la intelectualidad, consiste en enfrentar el poder de las elites y su arrogancia. Hoy, los autores más vendidos, Finkelkraut, Onfray o Zemmour, además del propio Houellebecq, han conducido a la intelectualidad desde el lado de las elites al del pueblo. La ira del poder es evidente: cuando entendió que resultaban inaceptables las ideas que en público expresaba Zemmour, el gobierno expresó su disgusto porque este mantuviese su programa en una televisión privada. Fue inmediatamente expulsado. 

En realidad, sostiene Houellebecq, lo que se ha producido es una rebelión de las elites contra el pueblo. Hace décadas, comenzaron a oírse quejas contra el sufragio universal desde el propio sistema, algo en principio paradójico. Esas elites son el resultado de la coyunda político-financiero-mediática que dirige las naciones occidentales y que constituye el núcleo del poder transnacional que aspira a eliminar las naciones-estado y a convertir la democracia en una farsa, y que ha tenido su mejor expresión en la aprobación del Tratado de Lisboa por el parlamento de París después de que la población lo hubiera rechazado en referéndum (2005).  

Con el Brexit sucedió lo mismo. Al saberse el resultado, las elites pusieron en circulación la idea de que había ganado el voto de los pobres, de los idiotas, de los paletos y de los ignorantes. Ya para entonces circulaba el término “populismo”, vocablo que expresa su desconfianza hacia todo lo que tiene relación con el pueblo. 

Algo parecido ha sucedido con el desprecio que comienza a difundirse al respecto de los intelectuales franceses. Sin duda, estos han abandonado la izquierda, aunque eso no quiere decir que se hayan unido a la derecha; alguno de ellos, incluso, siguen reclamándose de izquierdas, como un Onfray que no reconoce la izquierda en lo que hoy se denomina como tal. 

 

En definitiva, señala Houellebecq, se les achaca haberse unido a la derecha, simplemente porque se han vuelto libres.