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Seguimos con la romería catalana. El gobierno autonómico de la Generalidad Catalana llama a la movilización. Cataluña es una comunidad quebrada, arruinada. Toda su riqueza o bien ha sido esquilmada, o bien se ha gastado en lo que los cursis denominan “el procés”, que no es ni más ni menos que la huida hacia adelante, la huida hacia ninguna parte.

 

Se cierran hospitales y se abren embajadas. Se persigue a los españoles parlantes y a todo aquel que ose rotular en la lengua de Cervantes. Asistimos a un continuo lavado de cerebro colectivo donde la culpa de todos los males de Cataluña la tiene la nación española y no los dirigentes que la gobiernan. La paranoia, el esperpento, es de tal magnitud y tan continuado que hemos pasado a una fase, a un estadio, de hastío y agotamiento que provoca que prácticamente seamos inmunes a tanto despropósito y a tanto insulto.

La nación española paga la munición al enemigo para que este combata contra nosotros. El insulto es tan descarado que hasta las autoridades autonómicas invitan a los funcionarios locales a que no asistan a sus respectivos puestos de trabajo y acudan a las manifestaciones de apoyo a la independencia o acompañen en romería a los distintos golfos inmersos en causas judiciales.

Nada parece afectarnos. Posiblemente ese sea el primer objetivo que buscaban. No reconozco a mi propia nación. Unos por acción y otros por omisión, pero todos culpables. Nadie parece defender a una España que está cada día más agonizante y cuya identidad jamás ha estado tan amenazada. Los poderes, los resortes de la nación persiguen a todo ciudadano que de buena fe clama y reclama públicamente la unidad de este país. No gustan los elementos díscolos que manifiestan su descontento y malestar por el curso de los acontecimientos.

Somos testigos mudos, impasibles de una situación insostenible. Una justicia poco justa, unas normas cuya aplicación varia de forma sustancial dependiendo del sujeto y la ideología que se procese. Lo están consiguiendo. Atemorizar desde dos frentes, por un lado, el normativo, que pretende reescribir la historia, decidir lo que debemos pensar, marginar al distinto, educar y adoctrinar en lo políticamente correcto, sin saber que eso que ellos defienden es lo más incorrecto de la política. Se contradice el derecho natural y se juega a ser Dios, se invierte el orden natural de las cosas. Y por otro se permiten coacciones, amenazas, tanto física como verbales. Se es extremadamente laxo en la condena de actos violentos protagonizados por la izquierda. Actos que solo persiguen la eliminación física del contrincante. Medios de comunicación, partidos políticos, organizaciones sindicales y sociales, colectivos de diversa condición y consideración, todos cómplices de la ola de violencia y persecución de todos aquellos que no estamos dispuestos a permanecer impasibles ante tanto insulto y cobardía, ante tanto despropósito y tanta mentira. Siento asco y repulsión hacia todos aquellos que de una u otra manera justifican la violencia ejercida contra todo el que no piensa igual que eso que han denominado la mayoría, pero además con el agravante de que cuando las mayorías se invierten, tampoco esto es respetado si se opina que el vencedor no piensa como estimamos que debe hacerlo.

 

Se nos dice que en Estados Unidos nunca había existido tanta tensión, y no nos explican que eso se debe a que la victoria del presidente Trump no estaba en el guion. No nos dicen que la culpa de esa tensión la provocan los perdedores con el apoyo de los voceros profesionales y los contertulios de salón. Los apóstoles de lo políticamente correcto no permiten ninguna disensión en su monolítico bloque. Lo visten de diversidad cuando lo que enmascaran es la tiranía de un pensamiento maldito y contra natura que pretende socavar la voluntad e identidad de las naciones.

 

Javier García Isac