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No fue sino cuando floreció la primavera de 1936 -con su sangriento cortejo de muertos, de iglesias carbonizadas y de milicias militarizadas- que José Antonio fue tomado en serio; hasta entonces, su prédica solo había encontrado eco entre la juventud universitaria, en algunos sectores de clase media más bien marginales y en un puñado de obreros sin trabajo.

 

Entre 1933 y 1935 su voz había llegado amplificada al país gracias al escaño en las Cortes que debía a la derecha conservadora y monárquica, a la que cada día fustigaba con más ardor y convicción. Durante aquella travesía había denunciado la esterilidad de la monarquía, fustigando a la derecha por ignorar la necesidad de la reforma agraria que el campo español demandaba, y asegurando que la Falange nacionalizaría la banca en quince días. Pero su obra política, la Falange, siguió a la cola entre los partidos de la España republicana.

Eso cambió desde que el 16 de febrero de 1936 se produjo el triunfo del Frente Popular. Su nombre empezó a estar en boca de todos. Aunque hasta ese momento había sido un político escuchado y admirado (quizá de esos que suscitan tanta admiración que apenas recogen votos), pero preterido, ahora pasaba a un primer plano; solo en la Falange se daba cara a las milicias izquierdistas que dominaban la calle, y solo él había advertido que las elecciones las ganaría la coalición de republicanos, socialistas y comunistas.

Como advirtiendo el peligro, las autoridades le pusieron a buen recaudo. El 14 de marzo fue detenido bajo la acusación de tenencia de armas. Era una imputación hipócrita, urdida con el expreso propósito de quitárselo de en medio. Nunca saldría de la cárcel. La jefatura del partido fue desarticulada, y la propia organización falangista ilegalizada por el gobierno. Algo más que una anécdota, en la ficha policial de José Antonio, se podía leer: “Detenido por fascista”. Lo cual, huelga precisarlo, no se corresponde con categoría jurídica alguna. Esa era la legalidad entonces imperante y la que se aplicó a José Antonio.

La encuesta del Ya: José Antonio barre a Gil Robles y compañía

Entre marzo y julio de 1936, y ante la violencia desatada por una izquierda radicalizada que contaba con la complacencia del gobierno republicano, muchos miles de afiliados de los partidos de derecha hallaron refugio en la Falange. Descabezada por las detenciones, apenas pudo dirigir una acción política digna de ese nombre; pero en cambio, se convirtió, si no en la única, al menos sí en la mayor esperanza política de esa gran parte de España que, en palabras de Gil Robles, “no se resignaba a morir”.

En el mes de abril, el recientemente creado diario Ya hizo una encuesta masiva entre sus lectores para que estos mostrasen sus preferencias sobre quién les gustaría como presidente del gobierno: la ganó José Antonio, por encima de Gil Robles y a gran distancia de Calvo Sotelo o Alfonso XIII. No cabe duda de que, en ese momento, ya se había convertido en una referencia esencial para la España que se alzaría apenas tres meses más tarde.

José Antonio encajó perfectamente con las necesidades de la situación. Un hombre joven, de fuerte atractivo personal, combativo y dinámico, que convocaba a todos a una empresa regeneradora, sin distinción de clases

Tras el 18 de julio, la figura de José Antonio encajó perfectamente con las necesidades de la situación. Un hombre joven, de fuerte atractivo personal, combativo y dinámico; un hombre que convocaba a todos los españoles a una empresa regeneradora, sin distinción de clases, de grupos o de banderías; un profeta que había anunciado el desastre que se cernía sobre España, que había predicado en medio de la indiferencia o la cobardía general, y al que el tiempo parecía dar la razón.

Además, las virtudes personales que le adornaban le situaban muy por encima de la media: su generosidad, su entrega, su humanidad… pocas veces el mito se correspondía así con una biografía.

Durante los primeros meses de guerra, la figura de José Antonio adquirió unas dimensiones casi legendarias. Como en un guión cinematográfico, la incógnita de su destino acongojó, primero, a sus partidarios y luego a toda la España sublevada. Las canciones, los poemas, los versos populares… se sucedieron en su honor pero, sobre todo, en la expresión del anhelo de su regreso. José Antonio, sin embargo, no habría de volver. Cuando esto fue conocido de modo indubitable, un escalofrío de dolor recorrió la espina dorsal de aquella España en pie de guerra. Y José Antonio se convirtió en un gigante de dimensiones colosales. El Ausente.

Socialistas, anarquistas y republicanos tuvieron palabras de encomio hacia él, en parte para dividir al bando nacional durante la guerra, o al régimen franquista con posterioridad; pero también eran palabras llenas de sinceridad

Paradójicamente, no pocos de entre los vencidos contribuirían a esa mitificación: socialistas, anarquistas y republicanos tuvieron palabras de encomio hacia él, en parte motivadas por el objetivo de dividir al bando nacional durante la guerra, o al régimen franquista con posterioridad; pero, en gran parte también, palabras llenas de sinceridad y que han encontrado eco más allá de su tiempo.

El fusilamiento, un error para el anarquista Diego Abad

Con la excepción de los comunistas y los nacionalistas -constitutivamente carentes de todo instinto generoso hacia el adversario-, quienes militaron en la trinchera de enfrente rindieron tributo a su memoria de un modo u otro (entre los comunistas, empero, podemos encontrar una notable excepción: la de Julio Anguita, quien en alguna ocasión también ha elogiado públicamente la figura del fundador de la Falange).

Un dirigente de la FAI como Diego Abad de Santillán escribió sobre su muerte: “Fue un error el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; españoles de esa talla, patriotas como él no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reivindican a España y sostienen lo español aun desde campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!”

Los republicanos Salvador de Madariaga y Gordón Ordás le consideraban un poeta, y el escritor izquierdista Hugh Thomas dice de él que se trataba de “un hombre cultivado, de gran sensibilidad y encanto…”

Recibió también el reconocimiento de Indalecio Prieto, destacado dirigente del PSOE, y de otros socialistas como Negrín, Teodomiro Menéndez y Simeón Vidarte, quienes lamentaron profundamente su muerte. Porque, como Gerald Brenan escribió, “hasta sus enemigos, los socialistas, no podían por menos que tenerle cierto afecto”. En efecto, se lo tenían.

El historiador Stanley Payne / EFE
El historiador Stanley Payne / EFE

Los republicanos Salvador de Madariaga y Gordón Ordás le consideraban un poeta, y el escritor izquierdista Hugh Thomas dice de él que se trataba de “un hombre cultivado, de gran sensibilidad y encanto, a quien incluso sus enemigos respetaban…”.

Un hombre carente de sectarismo

Para el también escritor y también izquierdista Ian Gibson, estudioso de la figura de Lorca y autor de una biografía del fundador de la Falange, “si José Antonio Primo de Rivera hubiera estado en Granada, a Lorca no le matan. Porque Primo era un hombre con cultura, un poco poeta y con él se podía razonar. Yo hasta le tengo cierto cariño”. Palabras que remata el poco sospechoso de connivencias joseantonianas Paul Preston, cuando asevera que “José Antonio Primo de Rivera era una persona honrada, con ideales, y que intentó actuar en bien de la sociedad y de España”.

El anarquista Heleno Saña le describe como un hombre que “quería convencer, de ninguna manera imponer, como ocurría con una gran parte de sus seguidores. En sus raíces era un seductor, no un dictador…”

La humanidad de José Antonio también contribuyó a su mitificación, porque cultivó un cierto afecto en todos los que le trataban, lo que redundó en los sentimientos que luego manifestaron profesarle. Para Stanley Payne, era un hombre distinguido y “singularmente carente de sectarismo, algo tanto más notable tratándose un político español”.

El silencio tras la muerte

Esa humanidad tenía reflejo también en su actividad política. Un anarquista como Heleno Saña le describe como un hombre que “lo que quería era convencer, de ninguna manera imponer, como ocurría con una gran parte de sus correligionarios y seguidores. En sus raíces era un seductor, no un dictador…”.

La escritora Rosa Chacel
La escritora Rosa Chacel

Otra insigne escritora, la exilada Rosa Chacel cuenta que, una tarde bonaerense de diciembre de 1956, adquirió las obras completas de José Antonio. Y confiesa que aquel día se abandonó a su lectura, olvidando un par de perentorias obligaciones. Cuando quiso darse cuenta, había engullido trescientas páginas. Ella misma quedó impresionada. Evocando aquello, algo más tarde, recordaba entristecida:

“Dos cosas son increíbles; una, que todo eso haya podido pasarme inadvertido a mí, en España, y otra que España y el mundo hayan logrado ocultarlo tan bien. Porque no me extraña que llegaran a matarle: estaba hecho para eso, y para que después de muerto se haya hecho el silencio sobre su caso…”

Pero ese mito, incluso antes del reconocimiento de los intelectuales y del adversario, había alcanzado su más sencilla y noble expresión entre el pueblo llano. El mismo que había compuesto la jota navarra que desgarraba las frías noches de aquel invierno en que en las trincheras nacionales se supo que lo habían fusilado:

Y amargura a la guitarra.

Échale tristeza al vino

y amargura a la guitarra.

Compañeros, nos mataron

al mejor hombre de España.