Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 

Los generales Varela y Franco y el coronel Moscardó

El levantamiento de las guarniciones militares en toda España, el 18 de julio de 1936, tuvo un desenlace desigual. En casi la mitad del territorio nacional triunfó, y en casi la otra mitad fracasó; mientras que en una pequeña cantidad de lugares, los cuarteles alzados se mantuvieron en medio de un mar hostil que amenazaba con anegarlos de un momento a otro.

 

En esas poblaciones, una parte de las fuerzas políticas que secundaron la sublevación se encerró con los militares en los cuarteles pronto asediados. En general, se trataba defalangistas o de carlistas, cuyas filas se habían acrecentado en los últimos meses debido a la entrada masiva en sus organizaciones de los sectores más combativos de la derecha, aterrorizados por la violencia de las fuerzas del Frente Popular.

Y eso fue lo que sucedió en Toledo en los días que siguieron al 18 de julio. El Alcázar de esa ciudad -Academia de Infantería, Caballería e Intendencia que debe su nombre a la palabra árabe que significa “fortaleza”- se convirtió en centro de resistencia de los alzados.

Allí se dieron cita unos 600 guardias civiles provenientes de toda la provincia, unos 250 hombres de la Academia militar a los que sumar 43 de la Escuela de Gimnasia, otros 110 militares procedentes de diversos cuerpos, y poco más de un centenar de civiles dispuestos a combatir –la mayor parte, unos 60, falangistas-, bajo el mando del coronel José Moscardó. Además, un total de 570 mujeres y niños acompañaron a los sitiados durante el tiempo que duró el asedio.

El estado de guerra se proclamó la mañana del 21 de julio, pero el gobierno de Madrid reaccionó con rapidez y envió fuerzas militares contra Toledo, además de ordenar a la aviación bombardear sus posiciones.

La superioridad de los republicanos, dirigidos por el general Riquelme, hizo que los sublevados se replegasen, retirándose al Alcázar sin perder un solo hombre y evacuando incluso el material de la fábrica de munición que los frentepopulistas querían obtener a toda costa.

Una llamada para rendir a los sublevados

Al día siguiente, estos controlaban Toledo en su práctica totalidad. En número que doblaba largamente al de los defensores del Alcázar, no eran sin embargo, ejemplo de disciplina; las milicias revolucionarias iban y venían a voluntad, saqueando por toda la ciudad y deteniendo de forma absolutamente discrecional.

A los curas y frailes los fusilaban sin más trámites, pero al resto de sospechosos los enviaban al cuartel general de milicias para obtener información: no pocos fueron torturados y asesinados en los días y semanas que siguieron.

Uno de aquellos detenidos era Luis Moscardó, hijo del coronel que defendía la academia militar. Luis, de 24 años, se había sumado a las fuerzas allí encerradas, pero su padre le había ordenado salir para que, junto con su madre y su hermano menor, alcanzasen Madrid, donde podrían pasar desapercibidos.

Sin embargo, la familia quedó en Toledo y, alojado Luis en casa de un coronel retirado cuyo hijo se contaba entre los defensores del Alcázar, fue detenido a las siete de la mañana del 23 de julio.

El presidente del Comité local de Izquierda Republicana, Cándido Cabello, concibió la idea de utilizar al hijo de Moscardó para lograr que su padre rindiera el Alcázar

Fue enviado, como otros, a la sede de la diputación, donde se le puso a disposición de los mandos frentepopulistas de Toledo, y se le identificó. Allí, el presidente del Comité local de Izquierda Republicana, Cándido Cabello -que, además, era letrado asesor del ayuntamiento y la diputación de Toledo-, concibió la idea de utilizarlo para lograr que su padre rindiera el Alcázar. De otro modo, amenazaba, le mandaría fusilar.

Confiaba Cabello en que, enfrentado el padre a la perspectiva de la muerte de su hijo, haría que aquel desistiese de su propósito. Así que la misma tarde del 23 de julio, telefoneó a la asediada fortaleza para hablar con Moscardó; las comunicaciones estaban controladas por el gobierno, de modo que los sitiadores podían llamar desde fuera, mientras que los sitiados no podían hacerlo.

La conversación que mantuvieron el coronel y Cabello ha sido reconstruida con fidelidad, y de ella fueron testigos combatientes de ambos bandos:

-(…) les doy a ustedes un plazo de diez minutos para que rinda el Alcázar, y de no hacerlo fusilaré a su hijo Luis, que lo tengo aquí a mi lado.

Aunque estupefacto en un primer momento, el coronel estuvo pronto a reaccionar, y en dos palabras condensó el desprecio que le merecía la categoría moral de su adversario:

-Lo creo –dijo por toda respuesta.

-Y para que vea que es verdad -prosiguió- ahora se pone al aparato.

El republicano pasó entonces el auricular al joven Luis:

-Papá.

-¿Qué hay, hijo mío?

-Nada, que dicen que me van a fusilar si no rindes el Alcázar…

Se produjo entonces un silencio dramático, en el que se adivina un nudo en la garganta del coronel.

-Pues encomienda tu alma a Dios, grita viva Cristo Rey y da un viva a España…-de nuevo una pausa, atenazada la voz del padre-… ¡adiós, hijo mío, un beso muy fuerte!

-¡Adiós papá, un beso muy fuerte!

Después, dirigiéndose al republicano con calma firmeza:

-Puede ahorrarse el plazo que me ha dado. El Alcázar no se rendirá jamás.

Final de una polémica

Aunque un miliciano (“el lunares”) muy irritado por la negativa de Moscardó, quiso sacar al joven a la calle y fusilarlo allí mismo, este salvó la vida en aquel momento gracias a que algunos de los presentes consideraron su valor de cambio con otros prisioneros en manos de los nacionales.

Empero, Luis moriría exactamente un mes después, el 23 de agosto de 1936, en una saca en la que los milicianos asesinaron a otros sesenta rehenes; enfurecidos por las bajas que habían sufrido a cuenta de un bombardeo sucedido aquella misma mañana sobre Toledo, los revolucionarios decidieron vengarse en las personas de los presos, uno de los cuales fue Luis Moscardó.

Alcázar de Toledo
Estado en el que quedó el Alcázar de Toledo tras el asedio republicano

El bombardeo, en realidad, lo había llevado a cabo la aviación republicana en otro intento fallido de destruir el Alcázar, circunstancia que, según parece, no desconocían los milicianos.

Entre tanto, a 700 kilómetros de Toledo, unos anarquistas catalanes disparaban sobre otro Moscardó, de nombre José, hermano mayor del anterior, tras reconocerlo como militar y comprobar que portaba un distintivo religioso, matándolo también.

El reparto de papeles en la tragedia que se vivió en torno al Alcázar, propició algunos intentos de negar la realidad de lo acontecido en Toledo durante aquellos días de julio y agosto de 1936.

La tentativa más señalada fue la del periodista Herbert Matthews quien, en 1957, escribió algunas de las mayores vilezas sobre este episodio que imaginar quepa, afirmando que la historia era “demasiado buena para ser verdad”. Ese fue todo su argumento, en definitiva, como quedó claro cuando tres años más tarde se disculpó públicamente –hay que decirlo en su honor-, con la mujer del coronel Moscardó por las patrañas vertidas en el libro The yoke and the arrows.

Los intentos de este tipo proliferaron hasta que los profesores Togores y Bullón de Mendozazanjaron brillantemente la polémica en su exhaustiva obra El Alcázar de Toledo: final de una polémica, publicada hace ahora siete años.

El crimen contra Luis Moscardó ese 23 de agosto de 1936 evoca el asesinato del hijo de Guzmán el Bueno cuando se negó a rendir Tarifa a los musulmanes

Pero el carácter épico de la gesta toledana resultó innegable ya para los contemporáneos de los hechos. Entre los múltiples ejemplos que pueden aducirse cabe citar el editorial del Daily Telegraph del día 24 de septiembre de 1936, en el que el autor escribía, admirado:

“La historia de España está llena de casos de defensa desesperada contra los asedios. Lo mismo los generales de Roma que los mariscales de Napoleón descubrieron que los españoles son sobrehumanos en la resistencia tras los muros de un fuerte. A la guarnición que defiende el Alcázar hay que concederle el honor de un heroísmo tan grande como el de los defensores de Numancia y de Zaragoza.

Reducidos a un puñado de hombres, tienen con ellos muchas mujeres y niños; están mal provistos de municiones; los alimentos les faltan y, sin embargo, desde hace más de nueve semanas han defendido la fortaleza medieval contra un ataque con armamento moderno; cualquier que sea el resultado definitivo, han ganado una fama inmortal”.

Guzmán el Bueno
Guzmán el Bueno arrojando su daga en el cerco de Tarifa, del artista Salvador Martínez Cubells.

También el crimen perpetrado en la persona de Luis Moscardó ese 23 de agosto de 1936 evoca inevitablemente uno de los episodios más celebrados de la historia de España. Nos referimos, claro está, al de Alfonso Pérez de Guzmán (Guzmán el Bueno) en su defensa de otra plaza asediada, la de Tarifa, a fines del siglo XIII.

Fue en 1294 cuando Guzmán el Bueno se negó a rendir la ciudad pese a la amenaza de los sitiadores de ejecutar a su hijo, al que retenían en calidad de rehén. Es conocido que Guzmán, conminado por el enemigo a entregar la fortaleza, les arrojó su propio cuchillo como muestra de determinación y de desprecio hacia su vileza. El paralelismo entre ambas situaciones alcanza lo inimaginable: pues si el primer apellido de Luis, el hijo sacrificado en el verano de 1936, es Moscardó, el segundo es… Guzmán.