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En 2017 habrá elecciones presidenciales en Francia. A priori, es muy improbable que la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen, alcance la mayoría absoluta que exige la ley para convertirse en presidente de Francia.

 

 

Con el sistema de dos vueltas, ideado hace quince años con el expreso propósito de frenar al FN, este necesitará derrotar en la segunda vuelta a una conjunción de todas las fuerzas, desde los comunistas y la extrema izquierda trotskista hasta los conservadores. 

 

Así que cuando Le Pen pase a la segunda vuelta, seguramente como candidato más votado en la primera, quien se le oponga recibirá los votos resultantes de una movilización masiva en su contra. 

 

Marine Le Pen tendrá, pues, enfrente no solo a las fuerzas políticas, sino también a las financieras, a las mediáticas y a buena parte de las fuerzas sociales organizadas. Su derrota está garantizada. 

 

De modo que, con una cierta suficiencia, los comentaristas –particularmente los beneficiarios del actual estado de cosas, es decir, casi todos- aseguran una y otra vez que, pese a sus innegables éxitos electorales, el Frente Nacional francés jamás alcanzará el poder. 

 

El innegable hecho de que el FN polariza hoy el debate político en el país galo ha generado un consenso en torno a la idea de que esto constituye, y constituirá, el mayor triunfo de los frentistas. Es todo lo que están dispuestos a conceder. 

 

Pero ¿es esto necesariamente así? 

 

La mayor parte de la prensa apenas se toma la molestia de examinar el programa de Le Pen o las ideas que sustenta su partido. Por lo común, despachan la cuestión con un par de exabruptos y otro par de lugares comunes, clasificando despectivamente al Frente Nacional de “extrema derecha”. Asunto terminado. Ni en Francia ni en parte alguna de Europa hay tanta gente de ultraderecha como para darle la victoria a Marine Le Pen. 

 

Casi todos ellos obvian la transformación que el Frente Nacional ha experimentado en los últimos años, transformación que nos proporciona la clave de por qué Marine Le Pen sí puede alcanzar el poder, frente a lo que los augures pronostican con perseverancia.

 

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Veamos algunas de esas razones. 

 

El del FN hoy no es un voto de protesta, como lo fue hasta hace poco. Los votantes del Frente Nacional ya no se acercan a las urnas para castigar al sistema corrupto que ha vendido el país a la eurocracia, que ha arruinado Francia, que ha vendido la patria a Bruselas creando millones de parados, y tampoco lo hacen para epatar a la clase financiero-mediática. Aunque todo eso cumpla su función, el voto al FN es ahora un voto de propuesta: una parte muy significativa de los electores están convencidos de que lo que propone Le Pen es, realmente, lo que más conviene a Francia. 

 

Quienes así piensan son los perdedores en el proceso de globalización, los excluidos por el desmantelamiento industrial y la deslocalización empresarial, los que han visto en sus barrios sustituir el tañido de las campanas de su infancia por la llamada del muecín; la juventud sin perspectivas, los humillados y ofendidos. 

 

El Frente Nacional se ha constituido como el partido de la identidad nacional y la soberanía política frente a Bruselas, Washington y la inmigración ilegal; el partido contra la inseguridad social, entendida tanto en vertiente de ausencia de orden público como de carencia de protección laboral; el partido contra el derrumbamiento moral que aprecia en el matrimonio homosexual y contra las políticas de austeridad impuestas por las políticas liberales. 

 

Casi el 38% de los desempleados votan a Le Pen, el 30% de los hogares con bajos ingresos, el 37% de las personas con menor nivel educativo y el 31% de los jóvenes. El que Marine Le Pen sea mujer, dos veces divorciada y haya tenido tres hijos, también ha elevado sustancialmente el voto femenino al partido. Y dado que ni va a mejorar a corto plazo el acceso de los franceses a los niveles educativos más altos, ni tampoco se prevé un sustancial descenso del paro –más bien al contrario-; que aún hay margen para incorporar un amplio segmento femenino al partido para igualar a los hombres, y que el voto joven refleja una voluntad duradera, no hay muchas razones para suponer que el Frente Nacional haya encontrado su techo electoral. 

 

Además, el futuro no va a menguar las causas que han conducido al Frente Nacional a la situación actual; las perspectivas económicas, internacionales, demográficas y políticas son lo suficientemente inciertas como para considerar que el triunfo del Frente Nacional es una posibilidad bien real. 

 

Por otro lado, el ciertamente poderosísimo sistema que se le enfrenta exige una continua movilización de fuerzas para frenar al FN; movilización que, por su propia naturaleza, es muy difícil de mantener a largo plazo. Si el Frente Nacional se muestra capaz de resistir el tiempo suficiente –algo que la fortaleza y brillantez del liderazgo de Le Pen parecen garantizar- no es aventurado afirmar que pueda terminar imponiéndose a sus adversarios. 

 

Porque el FN representa el sueño de la sociología política marxista clásica: la alianza que proporciona la mayoría natural, el voto transversal que recoge a la clase media, los asalariados de toda condición y los trabajadores (nacionales o emigrados, pero establecidos en Francia). La realidad social de Francia, en definitiva, frente a un entramado político-financiero-mediático que asegura tener al alcance de la mano el horizonte de la felicidad humana a través de la globalización mercantilista y el consumismo, el mundialismo, el multiculturalismo y el hedonismo. 

 

Para ahogar la eclosión de esa alianza social de desfavorecidos, el secretario general de los socialistas, en imborrable imagen, ha invocado la “resistencia republicana”, tratando de hacer pasar a los privilegiados del sistema (los bobós –los pijo-progres-, los empresarios e intelectuales de alta renta, así como los directivos de multinacionales y los cuadros altos y medios del mundo laboral) por una especie de heroicos defensores de los valores republicanos. En tales condiciones, el voto al FN contiene una buena dosis de respuesta al indisimulado desprecio de clase que los privilegiados tributan al conjunto de la población. 

 

La amenaza del Frente Nacional estremece a las élites. Los sectores privilegiados, los medios financieros, la patronal, y la clase política y periodística han reaccionado a sus últimos éxitos con acentos de alarma no exentos de un histerismo ejemplificado en el llamamiento de Stephane Richard, dueño de Orange, a “las diez primeras fortunas de Francia, los Arnault, Pinault, Bouygues, Drahi, Niel, etc., para que creen juntos un fondo de mil millones de euros a fin de financiar los proyectos de los jóvenes, de la desradicalización y las campañas contra el Frente Nacional”. 

 

Pero el que haya sido Richard ha hecho un flaco favor a “la oligarquía partitocrática”: la casa madre de Orange, France Telecom, está muy cuestionada desde que se ha conocido que, en dos años, se han suicidado unos 25 trabajadores, en razón de sus condiciones laborales, o que ha despedido 22.000 trabajadores en veinticuatro meses. Le Pen no se ha privado de señalar a esa “oligarquía financiera internacional” que somete a los hijos de Francia a un saqueo que los aboca al subempleo y a la miseria. 

 

El Frente Nacional, en el que confluyen desde antiguos miembros de grupos neofascistas hasta militantes del 68, ha roto la dicotomía derecha-izquierda seguramente para siempre, como la propia Marine Le Pen ha señalado: la única línea política que divide a los franceses es la que separa a los mundialistas de los patriotas. 

 

La misma idea ha sido expresada sin ambages por Marion Marechal-Le Pen, sobrina de Marine y estrella ascendente en el FN: “Hay que aceptar, definir y reivindicar cuál es nuestra herencia y nuestra identidad. Eso pasa por la afirmación de nuestra herencia grecorromana y cristiana”. 

 

Un mensaje que llama a las puertas del Elíseo. Un mensaje que no es ni mucho menos seguro que haya alcanzado el cénit de su aceptación social y electoral.

Un mensaje que cada día parece tener más partidarios en la douce France.

 

 

 

 

Fernando Paz, historiador