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Pedro Sánchez delante de un retrato del fundador del PSOE, Pablo Iglesias. /Youtube

Pedro Sánchez delante de un retrato del fundador del PSOE, Pablo Iglesias. /Youtube

 

 

Existe en España, desde hace más de dos siglos, un anticlericalismo intelectualizado sostenido por sectores sociales ilustrados que han idealizado de modo acrítico los logros de la secularización. Con frecuencia se expresa en forma de entusiasmo efervescente en torno al mito de la modernidad y el progreso encarnados por la Europa laica, y viene a decir que los males de la sociedad española se resumen en el atraso causado por la influencia de la Iglesia.

 

 

Como todas las explicaciones simplificadoras de fenómenos complejos, dicho anticlericalismo posee una fabulosa capacidad explosiva. No hay inocencia ni ingenuidad alguna en esa simplificación, antes al contrario: la sencillez de su formulación es la condición necesaria para prender el odio en los grupos más crédulos de la sociedad y lanzar todo su resentimiento contra la Iglesia.

 

A lo largo de nuestra historia, las procesiones blasfemas, los sacrilegios, las burlas y mofas públicas de la religión aparecen ligados a los más viles actos de violencia colectiva. El siglo largo presidido por este tipo de actos alzó el telón con la matanza de frailes de 1834, acusados de envenenar las fuentes de Madrid: fueron asesinados 73 frailes mientras que otros 11 resultaron heridos, al tiempo que numerosos templos del centro de la capital fueron asaltados y destruidos. Los incendiarios y asesinos recibían sus inspiraciones y consignas de sociedades secretas, algunas de ellas masónicas, y todas ellas radicales del liberalismo.

 

Desde entonces se fueron sucediendo los episodios anticlericales con mayor o menor virulencia, como fueron los que tuvieron lugar en Aragón y Cataluña al año siguiente, que causaron 78 muertos entre sacerdotes y frailes. A lo largo del siglo XIX el anticlericalismo iría cobrando mayor impulso; en ocasiones se aprovechaba la decepción causada por una corrida de toros para lanzar a las masas contra los conventos e iglesias.

 

Algunos episodios como la Semana Trágica de Barcelona causaron un gran número de pérdidas materiales, como la destrucción de unos ochenta templos. Aunque comenzó como una protesta anti-militar, ni un solo cuartel fue atacado, ni un banco, ni una joyería; aunque sí lo fueran ochenta templos, al contrario que los otros edificios, privados de toda protección pública.

 

El humo de los templos asaltados y quemados en la Semana Trágica de Barcelona (1909) cubre la ciudad /Wikimedia

El humo de los templos asaltados y quemados en la Semana Trágica de Barcelona (1909) cubre la ciudad /Wikimedia

 

 

 

El impulso básico de dicha revuelta – dirigida por el Partido Radical de Lerroux, y por el PSOE- fue expresado por el socialista y fundador de la UGT José Comaposada: “Cada convento es un centro de perpetua conspiración contra todo principio de democracia, contra toda idea de libertad y toda aspiración de progreso”.

 

Con la II República se instaurará un régimen declaradamente anticlerical, en el que una tercera parte de los diputados serán de filiación masónica. Aquellos inspiradores de  pasadas revueltas incendiarias, republicanos y socialistas, también lo serán de las de 1931. Antes de que trascurriese un mes de la proclamación de la república protagonizaron la tristemente célebre quema de conventos –ritual que se había convertido en parte inexcusable de la liturgia revolucionaria-.

 

El diario del PSOE, El Socialista, con fecha 15 de mayo de 1931 justificaba la violencia contra los templos, pues “los religiosos disparaban contra los obreros (…) las violencias del pueblo (…) han respondido siempre al fuego que se les dirigía desde el interior de las fortalezas conventuales (…) había arsenales y polvorines, había fusiles, bombas de mano y ametralladoras”.

 

Sobre la autoría de tales crímenes no hay dudas de ningún género. El propio Azaña las despejó con contundencia al afirmar que todos los conventos e iglesias de Madrid no valían la vida de un republicano: su afirmación resultaba explícita en cuanto a la filiación de los responsables. Pirómanos con los que trataba con frecuencia, como recoge en su diario, cuando anota haber recibido “al organizador de los incendios del años anterior”.

 

El odio contra la Iglesia era cosa, como vemos, que venía de lejos. Enunciado con un cierto primitivismo, el VI Congreso del PSOE, ya en 1902, resolvió que el capitalismo y el cristianismo eran una misma cosa y dejaba traslucir un propósito, que hoy nos resulta tan familiar, de transformación antropológica: “Queremos la muerte de la Iglesia, cooperadora de la explotación de la burguesía; para ello educamos a los hombres, y así les quitamos la conciencia. Pretendemos confiscarle los bienes. No combatimos a los frailes para ensalzar a los curas. Nada de medias tintas. Queremos que desaparezcan los unos y los otros“.

 

Burlas de anticlericales en el mes de mayo de 1931 /Wikimedia

Burlas de anticlericales en el mes de mayo de 1931 /Wikimedia

 

 

 

Objeto de mofa

 

Aquello culminó con el genocidio de 7.000 religiosos y unos 60.000 laicos entre 1936 y 1939, en su inmensa mayoría católicos. ¿Cómo pudo llegarse a eso?

 

La matanza había sido prologada por décadas de mofas como a las que ahora asistimos, por la permanente ridiculización de los medios de comunicación en revistas como La Traca o El Estraperlo o en los diarios de izquierdas de gran tirada. Los sacerdotes, los frailes y las monjas, así como las formas de piedad más elementales, eran presentados como algo deforme, absurdo, esperpéntico.

 

Hoy asistimos a algo muy semejante y, en ciertos aspectos, peor. Las procesiones sacrílegas, las blasfemias públicas, los insultos a la fe como las que protagoniza el coprófago bufón Leo Bassi –quien no ha dudado en calificarse a sí mismo como poseedor de una mentalidad estalinista- generan en muchos sectores sociales una abierta jocosidad y reflejan el espacio de centralidad que el anti-catolicismo ha encontrado en la sociedad y en la política española.

 

 

 

Detrás de esas mofas, de esa ridiculización, no hay en absoluto un animus jocandi, la expresión de un sentido lúdico de la vida. Lo que hay es un propósito criminal, como siempre lo hubo.

 

Corriendo los días del mayo francés, sobre los muros de una iglesia parisina apareció una pintada que decía: “Os enterraremos a carcajadas”, expresión de todo un programa que hoy está tomando forma.

 

Esas cuatro palabras anunciaban algo que los españoles ya conocemos por nuestra historia. Os reduciremos –prometen- a la condición de objeto de mofa; os presentaremos como seres ridículos, indignos, perversos, grotescos. Cualquiera que conozca la historia del XX no puede por menos que sentir un escalofrío, porque el pasado siglo nos ha mostrado cómo, antes de serlo, la víctima es sometida a un proceso de deshumanización en el que la ridiculización juega un papel determinante, imprescindible para transformar a un ser humano en el objetivo de un odio colectivo.

 “Os enterraremos a carcajadas”

 Cuatro palabras que condensan toda una promesa de exterminio.

 

 

 

Fernando Paz, historiador